miércoles, 11 de junio de 2014

41. EL PÁJARO ROJO. De El hombre de hojalata


Una noche, hace muchos años, un pájaro golpeó a mi ventana. Era rojo como el fuego y con chispas azules en la cabeza. Al abrir la ventana, voló hasta mi escritorio y comenzó a dar saltitos sobre uno de aquellos tediosos trabajos prácticos de historia. Cerré la ventana y volví a sentarme al escritorio. El pájaro me miró, ladeó la cabeza para un lado y para el otro, y se quedó como de piedra. Iba a tocarlo cuando un rechinar de goznes acompañó la apertura de una escotilla en su pecho. Poco después, una mujer diminuta, escalerilla mediante, descendió del pájaro. Visiblemente exhausta, trataba de decirme algo, pero yo no podía oírla. Entonces le leí los labios… Corrí hasta la cocina ―previa escala en el costurero de mamá― y regresé con un dedal lleno de agua. La mujer diminuta bebió profusamente y luego se remojó la cabeza y los brazos. Como también debería de estar hambrienta, antes de que me lo pidiera, le procuré unas rodajitas de pan y unos trocitos de queso. Mientras ella comía, me preguntaba a mí mismo si habría más pájaros habitados secretamente por personas diminutas. ¡Ésa y otras tantas preguntas hubiera querido que me contestara! Pero, entre bocado y bocado, se quedó dormida. La arropé con un pañuelo y permanecí despierto toda la noche a su lado. Con las primeras luces del amanecer, la mujer diminuta me besó ambas mejillas y me dijo al oído que algún día volveríamos a vernos. Apenas tuve fuerzas para abrirle la ventana.
La preocupación de mis padres al conocer la historia, la subsiguiente ayuda de distinguidos psicólogos y el paso inexorable a la adultez terminaron por convencerme de que aquello no había sido más que una afiebrada fantasía preadolescente; al menos hasta esta noche, en la que una pareja de pájaros rojos golpea a mi ventana. De uno desciende, escalerilla mediante, la mujer diminuta; del otro no desciende nadie… sólo se queda quieto y aguarda deshabitado.


Seudónimo: El hombre de hojalata

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