domingo, 26 de junio de 2016

47. UN INSTANTE DE ETERNIDAD. De Leopold Bloom


Si el Hombre fuera un milímetro más alto sería gigante; si fuera un milímetro más bajo, sería enano.
Era el único columpio del único parque. Todos los días, sin faltar uno, Rubbaf, el hijo de  Rubbaf el relojero, acudía ilusionado en subir, y todos los días tenía la misma decepción: lo ocupaba la misma niña de larga trenza.
En realidad la niña no lo ocupaba –y esto era lo más incomprensible para Rubbaf–, lo ocupaba la muñeca de la niña de igual larga trenza.
Rubbaf permaneció horas observando el preciso y simultáneo balanceo de las trenzas cuando la niña impulsaba el columpio.
Rubbaf pensó en dar un reloj a la niña por dejarlo columpiar, pensó en la negativa de su padre al pedírselo, pensó en robarlo, pensó –si optaba por esta última acción– en el castigo de Dios.  
Rubbaf creció; con él, la frustración y la aversión hacia la niña y su muñeca. Ellas no crecieron, sólo sus trenzas.
Rubbaf pensó en la reciprocidad de la niña con la muñeca, pensó en la relación de la trenza con el columpio, pensó en la continuidad y la discontinuidad de sus movimientos, pensó en la finitud de su padre y la suya, pensó en la eternidad de Dios.
Rubbaf concluyó en develar el misterio de estos eslabones.
Rubbaf cortó de un tajo la trenza de la niña y su muñeca. El columpio cayó.
Rubbaf dejó de pensar en Rubbaf.

Seudónimo: Leopold Bloom

jueves, 2 de junio de 2016

26. LA CAPERUZA ENSANGRENTADA. De Cereza


Los cuentos están hechos para quienes se los creen. En cierta medida, son creados pensando en manipular las mentes de los oyentes; construyen una historia y definen una moraleja que el propio lector debe inferir. Pero, en realidad, está escrita premeditadamente entre esas dulces líneas infantiles.
Así pues, cuando alguien contó el final de la conocida Caperucita Roja, que se ha ido transmitiendo durante varias generaciones, estableció que la pobre niña acaba engullida por el malvado lobo por confiar en este extraño. Y, sin embargo, lo que la mayoría desconoce es que ahí no acaba el cuento.
La bestia, tras comerse a Caperucita y asentarla en el estómago, sintió una punzada de dolor en su abdomen; un afilado cuchillo le abrió en canal desde dentro y, entre vísceras y sangre, emergió la niña. Un brillo de ira centelleaba en sus ojos. Chorreaba sangre desde lo alto de sus rizos y su caperuza, antes roja, no tenía parangón con aquella intensidad rojiza brillante en la que había sido teñida. Como trofeo, con el mismo cuchillo con el que le había dado muerte, arrancó la piel peluda de la carne del lobo y se la puso por encima.
Dicen que, cuando la luna vigila el bosque oculta tras sus copas, una niña-lobo aúlla y sale a cazar carne fresca. Pero claro, puede que sea sólo un cuento.

 Seudónimo: Cereza